domingo, 19 de julio de 2020

Quizá no era el campo de batalla, quizá simplemente acudimos a una lucha donde la derrota estaba cantada.

Las sonrisas del enemigo todavía retumban en nuestras cabezas, ¡cómo olvidar esa expresión de desprecio ante su adersario!

Combatimos y volvismo a morir, pero la esencia del guerrero quedó intacta, el alma se separa del cuerpo hasta que encuentra uno nuevo.

Cada pérdida es sólo el comienzo de un nuevo nacimiento. Vencer, morir. Morir, vencer. ¿Cuántas veces morimos y cuántas vencimos?

Sólo caemos derrotados cuando muere el alma y ésta no puede regresar a ningún cuerpo. Como una lámpara incandescente en el susurro de la noche.

¿O no? ¿Todo fue en vano? ¿Luchar batallas perdidas aferrándonos al espíritu de guerrero? ¿Qué sentido tiene? ¡Qué finalidad tan macabra, encontrar el placer en la sublimación libidinal de las espadas chocando, de los silbidos de los disparos rozando la ropa, sabiendo que la muerte no es sino el fin último!

¿Qué placer queda en la espada cayendo por la inminente falta de fuerza en los dedos de la mano? ¿Qué places queda en el fusil precipitándose frente a uno mismo, incapaz de seguir coordinando las articulaciones?

¿Por qué seguir luchando contra la inevitable muerte? ¿Por qué no aceptarla y mecerse en su regazo?